Cataluña como condena

Ah, Cataluña. Esa hermosa región del noreste convertida en permanente espina clavada en el costado de España. ¡Qué magnifica sensación tenerla como parte de nuestro país! Pero que bendición disfrazada de eterna maldición.

Cataluña siempre ha tenido un talento especial para ser la china en el zapato de España. Desde la Guerra de Sucesión Española en el siglo XVIII Cataluña, siempre ha estado lista para tomar el camino menos transitado, decidió apoyar al archiduque Carlos de Austria en lugar de al borbónico Felipe V. ¿El resultado? La caída de Barcelona en 1714, que para los catalanes es un día de luto y reflexión, mientras que para el resto de España solo es un día más en el calendario.

Los catalanes, con su famoso sentido de la exclusividad, han insistido en mantener su idioma, el catalán, predominante y vibrante. ¡Qué considerados! Porque, claro, no hay nada más encantador que tener que ser bilingüe en tu propio país. ¿Por qué conformarse con el español cuando puedes tener el placer de aprender otro idioma solo para pasear por las Ramblas de Barcelona? ¿Y qué decir de las señoras en las tiendas que te miran con esa mezcla de lástima y superioridad cuando no puedes pronunciar «Bon dia» correctamente?

Por otro lado, los catalanes nunca han dejado de recordarle al resto de España cuánto aportan y cuánto reciben a cambio. «Espanya ens roba», gritan. Pero se oculta que es Madrid la que más aporta y la que menos recibe. Pero lo que el madrileño entiende como una forma de colaborar con el progreso de España ellos lo consideran un robo.

Pero el clímax en Cataluña se alcanza con el movimiento independentista. Ah, qué regalo para España. Porque no hay nada más emocionante que tener una región que constantemente amenaza con separarse. Los referendos ilegales, las protestas masivas, los líderes políticos huyendo bajo el capo de un coche o en prisión, mientras un gobierno de socialistas pazguatos indulta y amnistía

¡Qué espectáculo tan entretenido para el resto de España! Reiría a mandíbula abierta sino me sintiera tan traicionado.

¿Y quién puede olvidar el glorioso referéndum de independencia de 2017? Cataluña decidió que era hora de irse, como ese huésped en una fiesta que anuncia dramáticamente su partida y luego se da cuenta de que se olvidó las llaves de su coche. Y ante esto la reacción del gobierno español fue, por una vez ejemplar aplicando el articulo 155 de nuestra Constitución.

El orgullo catalán es algo digno de admiración. Siempre listos para celebrar su identidad única, con su bandera, la estelada, ondeando en cada esquina. Porque, claro, tener una sola bandera nacional no es suficiente cuando puedes tener una “regional” que exhiba tu descontento perpetuo. ¿Y las Diadas? Esas maravillosas celebraciones anuales, mitad fiesta y mitad gresca, son un recordatorio constante de que Cataluña siempre está lista para liarla con su entelequia independentista.

Pero hablemos del turismo. Barcelona, la joya de Cataluña, atrae a millones de turistas cada año. ¡Qué maravillosa manera de saturar una ciudad y alienar a los residentes locales! Porque, ¿quién no ama caminar por La Rambla y ser asaltado por vendedores ambulantes, carteristas y hordas de trileros e interesados por el dinero ajeno? Y mientras tanto, los catalanes quejandose del «turismo de borrachera» y del encarecimiento de los alquileres, como si no fuera exactamente eso lo que les llena los bolsillos.

La educación en Cataluña es otra joya del sistema español. Los niños catalanes aprenden en su propio idioma, lo que está muy bien, pero también significa que a menudo tienen un conocimiento del español que deja mucho que desear. ¡Qué fantástico es para el resto de España tratar con una generación que a veces lucha por comunicarse en el idioma común del país! Y los libros de texto, que a menudo presentan una versión de la historia un tanto… creativa, digamos. Porque, ¿por qué enseñar historia objetiva cuando puedes impartir un poco de propaganda regionalista?

Por su lado la política catalana es una delicia para “connaisseurs”. La eterna lucha entre partidos independentistas y constitucionalistas proporciona un espectáculo constante de acusaciones, traiciones y alianzas efímeras. Es como una versión interminable de «Juego de Tronos», pero con menos dragones y más esteladas. Y mientras tanto, el resto de España asiste al espectáculo con una mezcla de frustración y fascinación, preguntándose qué harán los catalanes a continuación para mantener vivo el drama.

Y así llegamos al futuro. Cataluña, siempre mirando hacia adelante con una mezcla de desconfianza y desafío. Porque, ¿quién necesita un pasado cuando puedes seguir soñando con una futura independencia? Los líderes independentistas siguen prometiendo, como lo han hecho siempre, que la independencia está a la vuelta de la esquina, mientras el resto de España sigue pendiente del próximo episodio de esta interminable telenovela.

En resumen, Cataluña es esa región que España nunca ha podido entender completamente, yo por lo menos no. Cataluña, no se merece que sus políticos y gobernantes se enzarcen en discusiones peregrinas sobre derechos históricos mientras los ciudadanos ven como su estado de bienestar se erosiona día tras día, pero así lo han querido. Mientras esto ocurra, Cataluña seguirá siendo la condena de España.

En definitiva, Cataluña es una constante fuente de drama y conflicto, pero por si fuera poco añade a su currículo la caterva más impresentable de políticos que se ha dado en los últimos años. Los Puigdemont, Rufian, Junqueras y Raholas de turno hacen que el aire en el noroeste de España sea denso y contaminado, pero cuando a ellos se une el de Pedro Sánchez el aire, simplemente, es irrespirable.

Pues eso

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