Cinco minutos. Cinco minutos justos, precisos. Cinco minutos cronometrados. Eso es lo que tardó Julián, un madrileño de 37 años, en convertirse en pobre.
Julián se ganaba la vida desde hacía años dando clases particulares de inglés y de francés. Daba unas 35 horas de clases a la semana y, a 15 euros, sacaba unos 1.500 euros al mes. Pero entonces llegó el coronavirus y el gobierno decretó el estado de alarma. Empezaron a llegarle mensajes y correos electrónicos de sus alumnos diciendo que cancelaban las clases. En cinco minutos, todos sus ingresos se habían esfumado».
Julián aguantó los dos primeros meses con algunos ahorros que tenía. Pero se le acabaron.Ahora, desde hace cinco días, acude cada mañana al comedor social Ave María, en pleno centro de Madrid, gestionado por la Real Congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María.
Si a primeros de año me hubieran dicho que en España iban a pasar hambre tantas familias enteras, le habría tachado de absurdo delirante, un desvarío imposible, y sin embargo es una terrible verdad
La gente en este país sufre mientras enferma y muere, pero además ha de elegir si lo hace por coronavirus o por hambre.
Está ocurriendo. Una gran parte de España pasa hambre.Apenas tiene dinero para comprar lo más básico. Y eso ocurre en decenas de miles de familias por todo el país.
Algunos se han quedado sin ingresos del trabajo por haber perdido el empleo. Otros forman parte de ese grupo de no pocos autónomos que lo han perdido todo y cuyo numero crece y crece cada día.
Otros muchos se han visto incluidos en un ERTE por sus empresas a quienes tendría que pagar el Estado, pero que lo hace con lentitud o no lo hace.
Hoy en las organizaciones de caridad,los movimientos de ayuda y asistencia, las parroquias, se han multiplicado casi por diez las demandas diarias de alimentos.Y eso por parte de familias de las que consideramos normales, no hablo de marginados o de emigrantes ilegales. Es gente como tú y yo lector.
¡Parece mentira! ¿Ineficacia? ¿Desidia? ¿Incompetencia? No hace mucho que mirábamos las escenas de Venezuela como un imposible, como algo que jamás podría pasar en España, pero ya empieza a aparecer en algunas ciudades gente rebuscando en los contenedores de basura de las traseras de algunos supermercados e hipermercados.
Este país en el que muchos se enriquecieron efímeramente con el boom de la construcción y que sin previsión alguna gastaron hasta hundirse con la llegada de la anterior crisis económica, se ve ahora envuelto en una necesidad rallante en la miseria más profunda.
Solo pensar en la cantidad de dramas que se esconden tras los balcones de nuestras ciudades me agobia y me pone la piel de gallina, por no decir que me hunde en la tristeza sobre el futuro que nos espera.
No puedo, no quiero, imaginarme cual será el sentimiento de esos padres que se acuestan desesperados y se levantan cada día pensando en como conseguir alimentos para sus hijos ¡en España!, si en España, increíble.
Mientras la política nos bombardea con el circo del Congreso, las mentiras del Gobierno o las elecciones estadounidenses, en muchos hogares de España se pasa hambre. Gente que jamás pensó verse así, se ve obligada a comerse el orgullo por conseguir algo de comida de la caridad de miles de voluntarios dispuestos a dársela.
Mientras, el estado sigue ausente, enfrascado en que Europa le apruebe sus presupuestos para, por ejemplo, poder darle a Irene Montero 48 millones para gastar en su ministerio de Igualdad.
Lamentable Montero no tiene que hacer mucho por igualarnos, si espera un poco todos nos veremos igualados en la miseria. Y es que este gobierno está mas preocupado por mantenerse a salvo que por salir en ayuda de sus ciudadanos.
Muchos ya no aguantan mas y ven como día si día también han de echar el cierre a aquello en lo que depositaron sus sueños y sus ahorros y salir cada mañana a primerísima hora, antes de que se acaben las raciones, a ponerse en la cola del hambre.
Me rebela ver eso. Nadie merece pasar hambre en este país ni en ninguno del mundo. Pero España es el mío, mi país, mi nación y por ello me afecta muy de cerca. Porque esos que han de pedir alimentos a Cáritas son mis vecinos, mis conciudadanos, gente a la que un día vi feliz pasear por las calles y que hoy caminan cabizbajos como si de “zombis emocionales” se tratara.
Mi país era un país feliz, envidia de occidente, que admiraba nuestra capacidad de sacrificio y recuperación tras los hechos de Lehman Brothers, pero hoy con otro gobierno caminamos a la cola de Europa, destrozando su economía, cerrando sus negocios, malvendiendo hoteles y apostados tras las esquinas de los centros de caridad, implorando que las raciones no se acaben y les lleguen… y, eso si, que no les vean los amigos.
¿La culpa? Basta con observar la batalla diaria entre este gobierno endeble y las 17 opiniones diferentes de los gobiernos autonómicos que pone de manifiesto en que manos estamos. Reyes de la improvisación los políticos españoles se ven superados por la realidad sanitaria mientras los ciudadanos cruzan los dedos esperando que alguien de con la solución.
El Gobierno vive desaparecido desde la declaración de pandemia, enfrascado en protegerse de la opinión publica, ofrece subvenciones y ayudas que, o nunca llegan o se convierten en prestamos que han de devolver empresas que caminan directamente hacia la ruina, cuando no cierran sectores completos. Casi es peor el remedio que el problema
Puestos así la culpa amigo lector, no lo dude, la culpa es de los políticos, personajes que parecen cartulinas de esas que imitan gente en los estadios de futbol, parados, inmutables, de cartón, incapaces observadores de como se envía a la gente a las colas del hambre.
Mientras, esos que llamamos líderes de opinión, personajes de cierta relevancia, se reúnen fiestas privadas para otorgarse premios endogámicos. Mal ejemplo y pésima sensibilidad que cenes con caviar mientras mucha de tu gente, de tu país, a duras penas cena caliente.
España tiene hambre y no tiene soluciones.
Pues eso.
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