La Taberna de Garibaldi

¡Ah, la Taberna Garibaldi de Pablo Iglesias! Ese lugar que prometía ser el epicentro del vino revolucionario, el punto de encuentro de los intelectuales de la intelectualidad de izquierdas, y el refugio para aquellos que buscaban embriagarse con la esencia de la lucha proletaria.

Pero, oh, queridos amigos, si hay algo que el destino nos enseña es que incluso las mejores intenciones pueden acabar en un barril de vinagre, ¡literalmente! Y es que la Taberna de este Garibaldi ha cerrado, como se lo digo, dias a venido a durar semejante libre expresión de la pureza libertaria.

Jamás fui, no tuve el gusto, pero puedo imaginarme el escenario: una taberna supuestamente acogedora, con paredes de ladrillo y barricas de roble llenas hasta el tope con los mejores caldos, puede que me exceda la imaginación, pero me gusta pensarlo así.

Los camareros vestidos con boinas rojas y camisetas con consignas obreras, sirviendo vino tinto como si fuera el elixir de la revolución misma. ¡Y ahí estaba Pablo Iglesias, el Che Guevara de la enología, ¡liderando la carga hacia un mundo de vinos más igualitarios!

Pero, como cualquier sueño utópico, la realidad golpeó duro, más que un mal decantador de vino. Resulta que la Taberna Garibaldi no era precisamente el lugar más accesible para el proletariado.

Los precios de las botellas hacían que Marx se revolviera en su tumba, y los menús eran tan elitistas que hasta el mismísimo Gatsby se habría sentido incómodo.

Y luego estaba el vino en sí. Oh, el vino. Prometía ser la bebida de los rebeldes, el néctar de la revolución, pero terminó siendo tan malo como uno de esos discursos políticos vacíos de los populistas. Los críticos lo describieron como «tan radical como un gatito durmiendo al sol», y «tan revolucionario como un calcetín sin pareja».

Pero eso no detuvo en su momento a los fieles seguidores de Pablo Iglesias, que llenaban la taberna con la esperanza de encontrar un poco de esa magia bolivariana en cada sorbo.

Sin embargo, en lugar de la utopía socialista, encontraron algo más parecido a una reunión de antiguos hippies intentando revivir los días de gloria perdidos.

Pero amigo lector ya que la realidad es tan vulgar pensemos en sentido contrario, imaginemos las posibles tribulaciones de un tabernero con la ambición de querer ser uno de los políticos más controvertidos de la era moderna.

Imaginemos que, en un país de rica historia política y grandes debates, donde las ideologías chocan como titanes en un campo de batalla mitológico, emerge un héroe improbable: el tabernero Pablo Iglesias.

¿Qué podría ser más emocionante para ese tabernero el imaginarse que donde antes servía vino a unos cuantos ahora serviría ideología comunista a un todo pueblo con sed de justicia? Él sería la solución del país. Un político cuya mera mención en una conversación podría encender pasiones apasionadas y desencadenar guerras de palabras en las redes sociales

Imagina lector, si puedes, la vida de este tabernero metido a político. Su día comenzaría con la emoción palpable de preparar las botellas llenas de libaciones ideológicas con las que recibir a sus distinguidos afiliados. Oh, la anticipación.

Pero, espera, ¿qué es ese murmullo en el aire? ¿Pero es posible que ese sonido sea el de manifestantes agitando pancartas en la entrada de la bodega? Y ¿Qué pone en las pancartas, a ver? ¡Mas vino y menos palabrería barata. Marx mío, parece que el drama político ha llegado ya a esta pacífica taberna.

Nuestro tabernero político, valiente alma ahora atrapada en el torbellino de la lucha política, se ha de enfrentar a desafíos únicos. ¿Qué hacer si hay clientes que se niegan a entrar porque «no quieren contaminarse con las ideas del enemigo»? ¿Cómo mantener la calma cuando los partidarios del tabernero político en cuestión exigen vinos de alta calidad a precios de descuento «en honor a la revolución»? Ah, la vida del tabernero político, promete ser una comedia de errores en constante evolución.

Pero espera, no todo queda ahí. Nuestro valiente tabernero se enfrenta a problemas más allá de los caprichos políticos de sus clientes. ¿Qué pasa cuando los suministros se agotan y el distribuidor se niega a hacer entregas porque su nombre se ha asociado, de alguna manera , con una conspiración política? Oh, los sinsabores del servicio al cliente en un mundo cada vez más polarizado.

Y no hablemos del personal. ¿Qué hacer cuando los empleados se dividen en facciones rivales, cada uno defendiendo fervientemente su propia visión del futuro del país? Los debates en la sala de descanso hacen que el Congreso de los Diputados parezca una charla de salón amistosa. ¿Y qué pasaría si un camarero decidiera servir vino tinto exclusivamente a los partidarios de izquierda y reservar el blanco para los de derecha? Ah, las alegrías del partidismo en la industria del servicio.

Pero no todo han de ser problemas. En medio del caos y la confusión, nuestro tabernero político también encuentra momentos de claridad y conexión humana. Sí, entre las líneas divisorias de la política y la ideología, surgen pequeños destellos de humanidad compartida.

Quizás, solo quizás, cuando al final de la jornada se pueda servir un buen vino, ese que tiene reservado para sí mismo en la bodega del palacio familiar. Es entonces cuando las diferencias se desvanecerán y la gente quizas recuerde que, al final del día, todos somos simples mortales con sed. Y que él tiene tanto derecho a la buena vida y los fastos del bon vivant, al precio que sea, como el que más.

Al final le quedara al menos una lección importante: que, aunque te creas mejor que el resto no lo eres, tanto si estas en el mundo del vino como en el de la política y el activismo todos pueden dejarte con un mal sabor de boca.

Así que levantemos nuestras copas, camaradas, y brindemos por la Taberna Garibaldi: un fracaso épico y notorio, pero un recordatorio eterno de que la revolución, al igual que el buen vino, es algo más serio de lo que algunos creen.

Pues eso

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